martes, 30 de septiembre de 2014

(No) Estoy aquí.



Estoy aquí.
No sé qué demonio
me mostró la joya 
del sufrimiento humano
en la hojilla del alba.
Me niego a declarar
en contra de lo invisible
con las mismas
penurias diarias
que cambiaría
por una pestaña.
Te ves hermosa
cuando lloras
a solas.
Me escuchas aullarle
al centro de la tierra.
Decidí
doblar mi sombra
y guardarla
en el baúl.
Dejé el corazón
latiendo
en la despensa.
Ya no me duelen
las palabras
que masticaba
como polvo
de vidrio.
Ahora sonríes
frente a una tumba.
No estoy aquí.

Sácame del agua.



Sácame del agua
en el que duermo.
De la desordenada 
colección de recuerdos
sobre el futuro.
O el tornasolado telón
donde aguardan
los sueños,
para protagonizar
su efímero teatrino.
Sácame del horror
representado
en la más variada
gama de colores.
De los agujeros
temerarios
que una copa raída
dejó en la memoria
a fuerza de gotear
seducción
abaratada y fría.
Sácame del agua
en que respiro
plácidamente,
y que la primera
bocanada de aire
me despierte
con la certeza
de que a veces
es mejor
estar equivocado.

jueves, 31 de julio de 2014

Dentro de un año.


Dentro de un año
no estaré besando tu espalda.
Ni odiando el sonido
de esa radio esquizofrénica
que desintoniza mis ideas
con repeticiones anecdóticas.
La muerte del padre.
El aroma de una lágrima.
Mi piel se eriza.
Dentro de un año
Habré gritado
todo el veneno.
Me habré acostado
con tu sombra
y tu reflejo.
Dentro de un año
será como el año pasado.
Como el año siguiente.

lunes, 21 de julio de 2014

Hay partes de Dios.



Hay partes de Dios
que ya no me gustan,
y fantasmas
en tus ojos
que me entristecen.

Ayer vi un nido
y pensé
que era una tumba,
donde el tiempo
documentaba
la intrascendencia.

A veces
beso tu espalda
de memoria,
y no puedo
volver al ahora.
El recuerdo
cobra vida.
Se arremolina.

Estamos hinchados
de tanta pérdida,
y paraíso descalzado.
De tanto curvar labios,
y encoger la frente,
que no me extraña
encontrar
fotos amarillas
debajo
de tus cejas.

Ya no me gustan
esas partes de Dios
que devoran pétalos
hasta dejarnos
la espina.

Ya no me gustan
los ojos
que visten de humo
al oscuro esqueleto.

Sólo podemos
seguir amando
en un callejón

sin salida.

lunes, 2 de junio de 2014

No se puede.




No sé si está amaneciendo. He pasado horas escondido en este baño sin ventanas, alumbrado por esas luces blancas de hospital, o de manicomio, pensando si lo que vi se trata de una alucinación. Por ello decidí que tenía que escribirte y explicarnos todo.

Hace aproximadamente un mes, me sumergí en el horrendo trajín de la mudanza. No quedaba nada para mí en aquél espacioso e incomunicado anexo de La Alta Florida. Había encontrado una habitación mucho más barata en La Canderaria, con un hermoso balcón que daba a la plaza. Tuve que sacar mis cosas y meterlas en cajas. Sabes que nunca acumulé demasiados corotos: en lo que leía un libro lo regalaba, y generalmente usaba las mismas siete camisas, los mismos tres pantalones, los mismos dos pares de zapatos. A veces reías diciendo que no podías confiar en alguien que parecía estar listo para huir en cualquier momento. Pero como si fuese víctima del mundo material, encontré suficiente ñoña como para autodiagnosdicarme con el Síndrome de Diógenes.

Fue al final de un cajón lleno de medias sin pares donde la encontré. Se trataba de esa cursi cajita musical que me habías regalado, en la cual sonaba la vie en rose, que yo pronunciaba como la vi arroz. Ahí me quedé dándole vueltas, primero muy rápido e imaginado a Edith Piaf cantar con voz de pitufo, y luego muy lentamente con voz de troll. Para serte sincero pensé en tirarla, pero me dije que era un adulto, un tipo maduro. Que a mí me gustaba esa cajita musical no por ti, sino en sí misma. Me mentí.

De aquella manera terminé llevándola siempre en el bolsillo. Como había dejado de fumar y soy muy ansioso, a veces me parecía que su melodía y el hecho de darle cuerda, surtían de ansiolítico, lo cual resultó apropiado. Demasiados amigos ya me habían hablado de los efectos nocivos de comer demasiados caramelos de menta. No ahondaré en ello.

Poco a poco, tu presencia se fue adentrando como un fantasma en lo cotidiano. A veces caminaba por la calle y me parecía verte de espaldas. Con el cabello muy largo, como cuando te conocí. Aunque ahora lo tienes corto, y a sabiendas de que no eras tú, seguía un rato a esa no-tú entre la multitud. Puedes estar tranquila, nunca me rociaron con gas pimienta, ni me golpeó algún novio adicto al gimnasio. Tampoco la seguía hasta su casa, sólo el tiempo que tardaba en ver su rostro. Tenía que estar seguro.

Me pareció que estaba volviendo a caer en el mismo espiral enguayabado. Decidí que tenía que empezar a salir con alguna chica, y así lo hice. A ella le parecía cómico mi excéntrico apego hacia aquél objeto, y sentía con agrado cómo la habitación se impregnaba de una pegajosa y romántica melancolía, cada vez que le daba cuerda al endemoniado artefacto. Incluso soportaba las mismas siete camisas, los mismos tres pantalones, los mismos dos pares de zapatos cada vez más ajados, que yo justificaba diciendo que los superhéroes no se cambian de ropa. Era una buena mujer de cabello dulce como el arequipe, de piel trigueña como el llano. Pero el tonto que escribe la dejó ir de la manera más patética.

Sabrás lo que ha pasado en las calles, los muertos, las manifestaciones. Ni ella, ni yo salimos. Me criticarás, pero teníamos problemas morales al respecto. Sí, ya sé, seguro igual me estás criticando. El hecho es que nos atrincheramos y escuchamos la radio, los estallidos, y olimos el humo. A veces cuando estaba sobre ella pensaba en ti. A veces cuando ella cocinaba pensaba que eras tú. A veces la llamaba por tu nombre, luego le pedía disculpas, y ella miraba al suelo buscando algo que se le había caído. Hasta que una tarde, nuevamente en la cama, repetí suavemente tu nombre mientras me corría. En este punto puede que te estés riendo, o pienses que soy un enfermo. Lo dije, y ella se marchó sin decir nada, sin buscar nada en el suelo.


Enloquecí porque era mi culpa y no había vuelta atrás. Atardeciendo salí al balcón, y tiré la caja sin cuidado alguno, con rabia. Ya estaba casi oscuro, y todas las luces se empezaron a encender con el mismo ritmo con el que cae la lluvia sobre las aceras. Se escuchaban disparos disgregados, pisadas apuradas en plena fuga, y luego esa extraña percusión del metal contra el metal, de la cuchara tintineando en la cacerola. Los gritos rabiosos y álgidos completaron la disonante armonía. Miré a la calle con estos mismos ojos encendidos en candela, y vi al mecanismo de la ciudad andando, de cuya danza nunca encontraría escapatoria. No importa cuán preparado esté para la huída, cuán ligero sea el equipaje, ni cuántas mudanzas haga. No se puede escapar del amor.

domingo, 1 de junio de 2014

El muro respira.




Era viernes. La luna redonda y amarilla se asomaba detrás del smog. Pensé que parecía la poceta de una tasca y crucé la Miranda a la altura de Centro Plaza.  Estaba satisfecho de haber derrotado cualquier guiño de melancolía, con un chiste muy gamberro del que sólo yo me estaba riendo. Había llovido todo el día y la noche estaba fresca. El asfalto parecía un espejo negro y quebradizo. En el Boston tocaban jazz.

Marian me había escrito un mensaje diciendo que iba saliendo. No le creí. A ella no se le puede creer cuando va saliendo. Mucho menos cuando va entrando. Por eso preferí el jazz ¿Cómo va a mentir una trompeta, si lo único que sabe hacer es reír y llorar?

Me senté solo en la mesa más cercana a la terraza y encendí un cigarrillo. Tomé mi libreta de notas, e invariablemente empecé a escribir poemas que comenzaban con frases desventuradas como: “Era viernes”, “espejo negro y quebradizo”, y “No se le puede creer a Marian”. Así bebí birra tras birra. Cuando la banda dejó de tocar yo seguía el ritmo que habían dejado en el aire. Era eléctrico.

A las tres de la mañana me hicieron pagar la cuenta. Había sido el tipo silencioso de la esquina del bar durante otra noche; el cual, debo admitir, es un papel que requiere concentración, charm y misticismo. Aunque otra parte de mí decía que se trataba una excusa con la que reinventaba ese ser patético que internamente creyó que Marian iba a llegar. Coño.

Por lo menos las aceras ya no estaban empapadas y podía tambalearme sin miedo terminar de espaldas en la cuneta. Ha pasado. Me recosté de una pared buscando la estabilidad de un mundo que Miles Davis había puesto a girar, y Chet Baker detuvo con un muy dulce golpe, luego de lanzarse por la ventana. Me sentía como un punto entre paréntesis.

Estuve de pié hasta que lo escuché. Era una lenta respiración que iba increccendo. Lo primero que llegué a entender fueron balbuceos. Posteriormente me llegó alguna palabra. ¿Por fin me estaba volviendo loco? ¿el muro me estaba hablando?

Los gemidos siempre acaban con la magia, y te hacen sentir como un pendejo. Pendejo y mirón, porque quise asomarme y gritar algo. Un poco de adrenalina para la experiencia nunca va mal. Di la vuelta por una calle repleta de carros acelerados y paranoicos. Me asomé y distinguí.


No se le puede creer.


Inmaculada.



La voz de la Madre Fuensanta era una fricción áspera y asfixiada, como si su garganta moliera vidrios y arena en cada palabra. Había comenzado la torpe jornada de una mujer que a sus noventa años, no recordaba el significado de la impuntualidad. Sólo el sosiego la espantaba con su sospechosa placidez. Aunque le hubiesen repetido mil veces que tenía merecido ese asiento de caoba, ese aire acondicionado y ese bonito escritorio, era imposible para ella recibir sin una sonrisa incómoda, luego de una vida de total entrega.

No eran las nueve de la mañana, cuando la Hermana Pura entró con paso decidió y ceño fruncido al despacho de la Madre Superiora.

- Madre, buenos días. Debe disculpar esta temprana intromisión. He venido a pedirle su bendición y consejo- Dijo la Hermana Pura pausadamente.

-Dios te bendiga, hija mía ¿Qué problema te ha turbado a tan tempranas horas?- La Madre Fuensanta exhaló la bendición repetida. Sintió su garganta endurecerse ante aquél familiar, modelado y entonado: “Dios te bendiga”. ¿Qué hacía ella escuchando las cuitas de la Hermana Pura? ¿Qué acaso una mujer no puede resolver sus propios problemas?

- Madre, ha llegado a mis oídos una dolorosa verdad.- Reveló la Hermana Pura, con un aire profusamente dramatical.

- La verdad sólo duele cuando estamos contaminados de mentira, así como el alcohol a la herida infectada- Dijo la Madre Superiora con sorprendente soltura.

- Se trata de Inmaculada, he sido informada de que no es casta desde antes de adquirir los votos. Todo el convento ha caído en desgracia, Madre. No sólo por el hecho de que nos han mentido, sino por haberle dado el nombre de Inmaculada a una meretriz ¿Puede creerlo? Inmaculada no es inmaculada.- Contestó la Hermana Pura con rabia.

-¿Y la Hermana Inmaculada ha cumplido con todos los votos desde que se ordenó en este convento?- Preguntó la Madre Fuensanta, curiosa.

-Sí, Madre. Pero, ¿Cómo Inmaculada no va a ser inmaculada?- Insistió la Hermana Pura.

- ¿Y cómo la quieres llamar? ¿Inmaculeada?- Concluyó la Madre Fuensanta al momento que recordaba la única vez que llegó tarde. Cuando la placidez aun no era sospechosa.