No
sé si está amaneciendo. He pasado horas escondido en este baño sin ventanas,
alumbrado por esas luces blancas de hospital, o de manicomio, pensando si lo
que vi se trata de una alucinación. Por ello decidí que tenía que escribirte y
explicarnos todo.
Hace
aproximadamente un mes, me sumergí en el horrendo trajín de la mudanza. No
quedaba nada para mí en aquél espacioso e incomunicado anexo de La Alta
Florida. Había encontrado una habitación mucho más barata en La Canderaria, con
un hermoso balcón que daba a la plaza. Tuve que sacar mis cosas y meterlas en
cajas. Sabes que nunca acumulé demasiados corotos:
en lo que leía un libro lo regalaba, y generalmente usaba las mismas siete
camisas, los mismos tres pantalones, los mismos dos pares de zapatos. A veces
reías diciendo que no podías confiar en alguien que parecía estar listo para huir
en cualquier momento. Pero como si fuese víctima del mundo material, encontré
suficiente ñoña como para
autodiagnosdicarme con el Síndrome de Diógenes.
Fue
al final de un cajón lleno de medias sin pares donde la encontré. Se trataba de
esa cursi cajita musical que me habías regalado, en la cual sonaba la vie en rose, que yo pronunciaba como la vi arroz. Ahí me quedé dándole
vueltas, primero muy rápido e imaginado a Edith Piaf cantar con voz de pitufo, y luego muy lentamente con voz
de troll. Para serte sincero pensé en
tirarla, pero me dije que era un adulto, un tipo maduro. Que a mí me gustaba
esa cajita musical no por ti, sino en sí misma. Me mentí.
De
aquella manera terminé llevándola siempre en el bolsillo. Como había dejado de
fumar y soy muy ansioso, a veces me parecía que su melodía y el hecho de darle
cuerda, surtían de ansiolítico, lo cual resultó apropiado. Demasiados amigos ya
me habían hablado de los efectos nocivos de comer demasiados caramelos de
menta. No ahondaré en ello.
Poco
a poco, tu presencia se fue adentrando como un fantasma en lo cotidiano. A
veces caminaba por la calle y me parecía verte de espaldas. Con el cabello muy
largo, como cuando te conocí. Aunque ahora lo tienes corto, y a sabiendas de
que no eras tú, seguía un rato a esa no-tú
entre la multitud. Puedes estar tranquila, nunca me rociaron con gas pimienta,
ni me golpeó algún novio adicto al gimnasio. Tampoco la seguía hasta su casa,
sólo el tiempo que tardaba en ver su rostro. Tenía que estar seguro.
Me
pareció que estaba volviendo a caer en el mismo espiral enguayabado. Decidí que tenía que empezar a salir con alguna chica,
y así lo hice. A ella le parecía cómico mi excéntrico apego hacia aquél objeto,
y sentía con agrado cómo la habitación se impregnaba de una pegajosa y
romántica melancolía, cada vez que le daba cuerda al endemoniado artefacto.
Incluso soportaba las mismas siete camisas, los mismos tres pantalones, los
mismos dos pares de zapatos cada vez más ajados, que yo justificaba diciendo que
los superhéroes no se cambian de ropa. Era una buena mujer de cabello dulce
como el arequipe, de piel trigueña
como el llano. Pero el tonto que escribe la dejó ir de la manera más patética.
Sabrás
lo que ha pasado en las calles, los muertos, las manifestaciones. Ni ella, ni
yo salimos. Me criticarás, pero teníamos problemas morales al respecto. Sí, ya
sé, seguro igual me estás criticando. El hecho es que nos atrincheramos y
escuchamos la radio, los estallidos, y olimos el humo. A veces cuando estaba
sobre ella pensaba en ti. A veces cuando ella cocinaba pensaba que eras tú. A
veces la llamaba por tu nombre, luego le pedía disculpas, y ella miraba al
suelo buscando algo que se le había caído. Hasta que una tarde, nuevamente en
la cama, repetí suavemente tu nombre mientras me corría. En este punto puede
que te estés riendo, o pienses que soy un enfermo. Lo dije, y ella se marchó
sin decir nada, sin buscar nada en el suelo.
Enloquecí
porque era mi culpa y no había vuelta atrás. Atardeciendo salí al balcón, y
tiré la caja sin cuidado alguno, con rabia. Ya estaba casi oscuro, y todas las
luces se empezaron a encender con el mismo ritmo con el que cae la lluvia sobre
las aceras. Se escuchaban disparos disgregados, pisadas apuradas en plena fuga,
y luego esa extraña percusión del metal contra el metal, de la cuchara
tintineando en la cacerola. Los gritos rabiosos y álgidos completaron la
disonante armonía. Miré a la calle con estos mismos ojos encendidos en candela,
y vi al mecanismo de la ciudad andando, de cuya danza nunca encontraría
escapatoria. No importa cuán preparado esté para la huída, cuán ligero sea el
equipaje, ni cuántas mudanzas haga. No se puede escapar del amor.