jueves, 2 de enero de 2014

Tríptico de preludios.


I
Esa noche crucé la calle
casi azul,
leyendo  en voz alta
para doparme
contra el sonido de la maquinaria.
No me callaré
para que puedas escuchar cosas que sólo quieres ver
y nunca necesitarás.
¿Por qué buscas errores de etiqueta
en figuras inexistentes de cristal?
¿Cómo se ve un espejo que sólo se refleja a sí mismo?
Es el espectro ciego que habita enmarcado
inquieto, sudoroso, a mi lado.
Y yo subo las escaleras nocturnas
del cansancio,
con el moho de las paredes
como único testigo,
giro la perilla con un alarido.
No sé si echarle la culpa
a las bisagras de la puerta
o a las letras que he venido
escupiéndole a la luna.
No dejaré que me hundas,
sin que te ahogues conmigo.

II
Hoy llegaré a acostarme con un sueño
y lo estrangularé por puro erotismo.
Oprimiré su delicado cuello de cisne
hasta clavarme las uñas
en la palma de la mano.
Quiero que te mudes
afuera de mis párpados
y sea inverso el proceso de imaginarte,
como un boceto desnudándose
al compás de una mujer
que desaparece.
Los ecos cotidianos
son el cobijo insomne
de la locura, y la desesperación.
Incluso el demonio
tiene pesadillas.

III
Sabías que querría más de un sorbo
de la candela azabache
que mora en tus ojos.
Sabías que adoraría la estática
que erizó mi piel
cuando esa trompeta
en re menor
acuchilló los acordes
de un melancólico jazz,
que lo gozaba
con el éxtasis que sólo se alcanza
por las sendas del dolor
y la dejadez.
Lo sabías, lo sabías.
No fue conciencia, sino revelación.
La corona celeste de las alturas
volviéndose ámbar
sangró como un perro magullado
hasta que la oscuridad
 acunó el único descanso posible.
Yo seguí siendo parte de todo.
Estaba asustado,
y una voz me dijo:
mira hacia la nada
hasta que el abismo tenga miedo de caer en ti.